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Carlos Ruiz Zafón: Leyenda de navidad

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Voz: Manuel López Castilleja Música: Vivaldi_L'estro armonico Concerto 10 in B minor Youtube.com Hubo un tiempo en que las calles de Barcelona se teñían de luz de gas al anochecer y la ciudad amanecía rodeada de un bosque de chimeneas que envenenaba el cielo de escarlata. Barcelona se asemejaba por entonces a un acantilado de basílicas y palacios entrelazados en un laberinto de callejones y túneles atrapados bajo una bruma perpetua de la cual sobresalía una gran torre de ángulos catedralicios, aguja gótica, de gárgolas y rosetones en cuyo último piso residía el hombre más rico de la ciudad, el abogado Eveli Escrutx. Cada noche su silueta podía verse perfilada tras las láminas doradas del ático, contemplando la ciudad a sus pies como un sombrío centinela. Escrutx había hecho ya fortuna en su primera juventud defendiendo los intereses de asesinos de guante blanco, financieros indianos e industriales de la nueva civilización del vapor y los telares. Se decía que las cien familias más poderosas de Barcelona le pagaban una anualidad exorbitante para contar con su consejo, y que toda suerte de estadistas y generalifes con aspiraciones de emperador hacían procesión para ser recibidos en su despacho en lo alto de la torre. Se decía que no dormía nunca, que pasaba las noches en vela contemplando Barcelona desde su ventanal y que no había vuelto a salir de la torre desde el fallecimiento de su esposa treinta y tres años atrás. Se decía que tenía el alma apuñalada por la pérdida y que detestaba todo y a todos, que no le guiaba más que el deseo de ver al mundo consumirse en su propia avaricia y mezquindad. Escrutx no tenía amigos ni confidentes. Vivía en lo alto de la torre sin otra compañía que Candela, una criada ciega de la que las malas lenguas insinuaban que era medio bruja y vagaba por las calles de la Ciudad Vieja tentando con dulces a niños pobres a los cuales no se volvía a ver. La única pasión conocida del abogado, amén de la doncella y sus artes secretas, era el ajedrez. Cada Navidad, por Nochebuena, el abogado Escrutx invitaba a un barcelonés a reunirse con él en su ático de la torre. Le dispensaba una cena exquisita, regada con vinos de ensueño. Al filo de la medianoche, cuando las campanadas repiqueteaban desde la catedral, Escrutx servía dos copas de absenta y retaba a su invitado a una partida de ajedrez. Si el aspirante vencía, el abogado se comprometía a cederle toda su fortuna y propiedades. Pero si perdía, el invitado debía firmar un contrato según el cual el abogado pasaba a ser el único propietario y ejecutor de su alma inmortal. Cada Nochebuena. Candela recorría las calles de Barcelona en el carruaje negro del abogado en busca de un jugador. Mendigos o banqueros, asesinos o poetas, tanto daba. La partida se prolongaba hasta el alba del día de Navidad. Cuando el sol de sangre se recortaba al amanecer sobre los tejados nevados del barrio gótico, invariablemente, el oponente comprendía que había perdido el desafío. Salía a las frías calles con lo puesto mientras el abogado tomaba un frasco de cristal esmeralda y anotaba el nombre del perdedor sobre él para añadirlo a una vitrina que contenía decenas de idénticos frascos. Cuentan que aquella Navidad, la última de su larga vida, el abogado Escrutx envió de nuevo a su Candela de ojos blancos y labios negros a recorrer las calles en busca de una nueva víctima. Una ventisca de nieve se cernía sobre Barcelona, sus cornisas y terrados niquelados de hielo. Bandadas de murciélagos aleteaban entre los torreones de la catedral y una luna de cobre candente se derramaba sobre los calle-jones. Los corceles negros que tiraban del carruaje se detuvieron en seco al pie de la calle del Obispo, sus alientos de escarcha atemorizados. La silueta emergió de entre la tiniebla, fundida al blanco de la nieve en su largo velo de novia portando un manojo de rosas rojas en la mano. Candela se sintió embriagada por su perfume y la invitó a subir al carruaje. Quiso palpar su rostro, pero solo acertó a encontrar hielo y labios húmedos de hiel. La condujo a la torre, que por entonces se alzaba sobre las ruinas de un antiguo camposanto junto a la calle Aviñón. Cuentan que cuando el abogado Escrutx la vio, enmudeció y ordenó a Candela que se retirase. La invitada de aquella última Nochebuena se desprendió del velo y el abogado Escrutx, alma vieja y mirada cegada de amargura, creyó reconocer el rostro de su esposa perdida. Relucía de porcelana y carmín, y cuando Escrutx le preguntó su nombre se limitó a sonreír. Al rato se escucharon las campanas de medianoche y la partida dio comienzo. Dirían más tarde que el abogado estaba ya cansado, que se dejó vencer y que fue Candela, enloquecida de celos, la que prendió el fuego que habría de consumir la torre que trajo el alba de madrugada sobre los cielos púrpura de Barcelona. Unos niños que se habían reunido en torno a una hoguera en la plaza de San Jaime jurarían que poco antes de que las llamas asomasen por los ventanales de la torre vieron al abogado Escrutx salir a la balaustrada coronada de ángeles de alabastro y abrir los frascos esmeralda al viento, liberando plumas de vapor que se desvanecieron en lágrimas sobre los terrados de toda Barcelona. Serpientes de fuego se anudaron hacia la cima de la torre y se pudo ver por última vez la silueta del abogado Escrutx abrazado a una novia de fuego, saltando al vacío desde la torre, sus cuerpos deshaciéndose en cenizas que se llevaría el viento antes de estrellarse contra los adoquines. La torre cayó al alba, como un esqueleto de sombra plegándose sobre sí mismo. Concluye la leyenda que, apenas días después de la caída de la torre, una conspiración de silencio y olvido borró para siempre el nombre del abogado Escrutx de la crónica de la ciudad. Los poetas y las gentes puras de espíritu aseguran que aún hoy, si uno alza la vista al cielo en Nochebuena, puede contemplar la silueta fantasmal de la torre en llamas sobre el cielo de medianoche y puede ver al abogado Escrutx, cegado de lágrimas y arrepentimiento, liberando el primero de los frascos esmeralda de su colección, el que portaba su nombre. Pero no faltan los que aseguran que fueron muchos los que aquella alba maldita acudieron a las ruinas de la torre para llevarse un pedazo humeante y que los cascotes del carruaje de Candela aún se oyen en las sombras de la Ciudad Vieja, siempre en tiniebla, en busca del próximo candidato.
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Se decía que las cien familias más poderosas de Barcelona le pagaban una anualidad exorbitante para contar con su consejo, y que toda suerte de estadistas y generalifes con aspiraciones de emperador hacían procesión para ser recibidos en su despacho en lo alto de la torre. Se decía que no dormía nunca, que pasaba las noches en vela contemplando Barcelona desde su ventanal y que no había vuelto a salir de la torre desde el fallecimiento de su esposa treinta y tres años atrás. Se decía que tenía el alma apuñalada por la pérdida y que detestaba todo y a todos, que no le guiaba más que el deseo de ver al mundo consumirse en su propia avaricia y mezquindad. Escrutx no tenía amigos ni confidentes. Vivía en lo alto de la torre sin otra compañía que Candela, una criada ciega de la que las malas lenguas insinuaban que era medio bruja y vagaba por las calles de la Ciudad Vieja tentando con dulces a niños pobres a los cuales no se volvía a ver. La única pasión conocida del abogado, amén de la doncella y sus artes secretas, era el ajedrez. Cada Navidad, por Nochebuena, el abogado Escrutx invitaba a un barcelonés a reunirse con él en su ático de la torre. Le dispensaba una cena exquisita, regada con vinos de ensueño. Al filo de la medianoche, cuando las campanadas repiqueteaban desde la catedral, Escrutx servía dos copas de absenta y retaba a su invitado a una partida de ajedrez. Si el aspirante vencía, el abogado se comprometía a cederle toda su fortuna y propiedades. Pero si perdía, el invitado debía firmar un contrato según el cual el abogado pasaba a ser el único propietario y ejecutor de su alma inmortal. Cada Nochebuena. Candela recorría las calles de Barcelona en el carruaje negro del abogado en busca de un jugador. Mendigos o banqueros, asesinos o poetas, tanto daba. La partida se prolongaba hasta el alba del día de Navidad. Cuando el sol de sangre se recortaba al amanecer sobre los tejados nevados del barrio gótico, invariablemente, el oponente comprendía que había perdido el desafío. Salía a las frías calles con lo puesto mientras el abogado tomaba un frasco de cristal esmeralda y anotaba el nombre del perdedor sobre él para añadirlo a una vitrina que contenía decenas de idénticos frascos. Cuentan que aquella Navidad, la última de su larga vida, el abogado Escrutx envió de nuevo a su Candela de ojos blancos y labios negros a recorrer las calles en busca de una nueva víctima. Una ventisca de nieve se cernía sobre Barcelona, sus cornisas y terrados niquelados de hielo. Bandadas de murciélagos aleteaban entre los torreones de la catedral y una luna de cobre candente se derramaba sobre los calle-jones. Los corceles negros que tiraban del carruaje se detuvieron en seco al pie de la calle del Obispo, sus alientos de escarcha atemorizados. La silueta emergió de entre la tiniebla, fundida al blanco de la nieve en su largo velo de novia portando un manojo de rosas rojas en la mano. Candela se sintió embriagada por su perfume y la invitó a subir al carruaje. Quiso palpar su rostro, pero solo acertó a encontrar hielo y labios húmedos de hiel. La condujo a la torre, que por entonces se alzaba sobre las ruinas de un antiguo camposanto junto a la calle Aviñón. Cuentan que cuando el abogado Escrutx la vio, enmudeció y ordenó a Candela que se retirase. La invitada de aquella última Nochebuena se desprendió del velo y el abogado Escrutx, alma vieja y mirada cegada de amargura, creyó reconocer el rostro de su esposa perdida. Relucía de porcelana y carmín, y cuando Escrutx le preguntó su nombre se limitó a sonreír. Al rato se escucharon las campanas de medianoche y la partida dio comienzo. Dirían más tarde que el abogado estaba ya cansado, que se dejó vencer y que fue Candela, enloquecida de celos, la que prendió el fuego que habría de consumir la torre que trajo el alba de madrugada sobre los cielos púrpura de Barcelona. Unos niños que se habían reunido en torno a una hoguera en la plaza de San Jaime jurarían que poco antes de que las llamas asomasen por los ventanales de la torre vieron al abogado Escrutx salir a la balaustrada coronada de ángeles de alabastro y abrir los frascos esmeralda al viento, liberando plumas de vapor que se desvanecieron en lágrimas sobre los terrados de toda Barcelona. Serpientes de fuego se anudaron hacia la cima de la torre y se pudo ver por última vez la silueta del abogado Escrutx abrazado a una novia de fuego, saltando al vacío desde la torre, sus cuerpos deshaciéndose en cenizas que se llevaría el viento antes de estrellarse contra los adoquines. La torre cayó al alba, como un esqueleto de sombra plegándose sobre sí mismo. Concluye la leyenda que, apenas días después de la caída de la torre, una conspiración de silencio y olvido borró para siempre el nombre del abogado Escrutx de la crónica de la ciudad. Los poetas y las gentes puras de espíritu aseguran que aún hoy, si uno alza la vista al cielo en Nochebuena, puede contemplar la silueta fantasmal de la torre en llamas sobre el cielo de medianoche y puede ver al abogado Escrutx, cegado de lágrimas y arrepentimiento, liberando el primero de los frascos esmeralda de su colección, el que portaba su nombre. Pero no faltan los que aseguran que fueron muchos los que aquella alba maldita acudieron a las ruinas de la torre para llevarse un pedazo humeante y que los cascotes del carruaje de Candela aún se oyen en las sombras de la Ciudad Vieja, siempre en tiniebla, en busca del próximo candidato.
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